¿Cómo se posicionaría Albert Camus ante la actual guerra entre Israel y Hamás? Algo dejó escrito al respecto: «Israel, que se quiere destruir con la cómoda coartada del anticolonialismo, pero cuyo derecho a vivir defendemos todos, después de haber sido testigos de la matanza de millones de judíos, pues nos parece justo que sus hijos creen la patria que no supimos darles». Lo cierto es que esto lo dijo en 1958, un par de años antes de morir, y desde entonces ha llovido mucho. Pero lo que es seguro es que Camus, que fue un hombre de izquierdas, no se posicionaría con esa mezcla de dogmatismo y frivolidad con la que lo están haciendo nuestros izquierdistas radicales, incapaces de salirse de las consignas, los maniqueísmos y los eslóganes trillados. Porque Camus fue siempre por libre, a contracorriente si hacía falta.
En realidad, no le gustaba meterse a opinar sobre asuntos de actualidad política, porque sabía que sus opiniones independientes eran recibidas con hostilidad por los guardianes de la fe supuestamente progresista, que lo atacaban con metódica y encarnizada ferocidad. Se quejaba de este acoso constante en la Correspondencia con su amante María Casares, que publicó Debate hace unos meses y reseñé en estas páginas. Ahora la misma editorial saca a la luz El derecho a no mentir. Conferencias y discursos (1936-1958), que reúne 34 textos, buena parte de ellos inéditos hasta ahora en castellano.
Albert Camus (Mondovi, Argelia, 1913-Villeblevin, Francia, 1960) pertenece a la época de los intelectuales engagés. De todos ellos es el que mejor ha sobrevivido al juicio de tiempo precisamente porque pensaba por libre, sin plegarse a dogmas y consignas. A diferencia de estos tertulianos de hoy en día que opinan sobre lo que les echen porque al parecer son doctorados en todo, él reflexionaba sobre asuntos de actualidad un poco a regañadientes, casi obligado por lo que consideraba su deber cívico: «No soy un político, mis pasiones y gustos me empujan fuera de las tribunas políticas. Si acudo, lo hago obligado por la presión de las circunstancias y por la idea que me hago a veces de mi oficio de escritor».
Fue de los primeros intelectuales de izquierdas -junto con Orwell– en denunciar sin ambages el totalitarismo comunista y en este volumen hay varios textos contra la represión soviética en Hungría en 1956. También aborda otro asunto que le tocaba de manera dolorosamente directa, la guerra de Argelia, porque él era un pied noir, es decir un francés nacido allí. En una conferencia de ese mismo año 1956 hace un llamamiento a una concordia que iba a resultar del todo imposible. Algunos lo llamarían equidistante, pero asegura «haber vivido la calamidad argelina como una tragedia personal y no poder en particular alegrarme de ninguna muerte, sea cual sea». Y más adelante añade: «Sean cuales fueren los orígenes antiguos y profundos de la tragedia argelina, una cosa está clara: ninguna causa justifica la muerte de un inocente».
También dedicó muchas páginas a España, de donde era originaria su familia materna, concretamente de Menorca. Camus denuncia la dictadura franquista, glosa el quijotismo e interviene en un sentido homenaje al exiliado Salvador de Madariaga: «Usted ha dado un contenido a esa noción de liberalismo que agonizaba bajo las calumnias de sus adversarios y las cobardías de sus partidarios. (…) Le hemos oído repetir incansablemente que la libertad no es nada sin la autoridad, pero que la autoridad sin libertad no es más que un sueño de tirano; que los privilegios del dinero son inaceptables, pero que no hay sociedad sin jerarquía y que la nivelación es lo contrario de la auténtica justicia; que el poder solo es legítimo con asentimiento popular, pero que el sufragio popular directo es un fermento de anarquía o de tiranía; que los nacionalismos son la plaga de nuestro tiempo, pero que la sociedad internacional no puede prescindir de las naciones, pues estas, para ser superadas, primero necesitan existir».
El artista como francotirador
En el discurso de recepción del Premio Nobel, que recibió en 1957, afirma: «La verdad es misteriosa, huidiza, siempre está por conquistar. La libertad es peligrosa, experimentarla es tan duro como exaltante». Pero es quizá en la conferencia en la Universidad de Uppsala, pronunciada cuatro días después, donde se encuentra el mejor resumen de su pensamiento: «La finalidad del arte no es legislar ni reinar, es, ante todo, comprender. A veces reina, a fuerza de comprender. Pero ninguna obra genial se ha basado nunca en el odio y el desprecio». Y más adelante afirma que «el único artista comprometido es aquel que, sin negarse a combatir, al menos se niega a alistarse en los ejércitos regulares, es decir, el francotirador». Y añade que el verdadero arte «camina entre dos abismos, que son la frivolidad y la propaganda».
En otro texto clave, Lo que debo a España, dice: «Hace poco leí que yo era un solitario. (…) Solitario o no, trato de hacer mi trabajo, y si a veces me resulta difícil es porque se ejerce sobre todo en una sociedad intelectual bastante horrible, aquella en la que vivimos, donde la deslealtad campa a sus anchas, donde el reflejo ha sustituido a la reflexión, donde se piensa a golpe de eslóganes, como el perro de Pávlov salivaba al oír la campanada, y donde la maldad, demasiado a menudo, intenta hacerse pasar por inteligencia». Vaya, lo escribió en 1958, pero parece que lo hubiera escrito ayer y pensando en nuestro entorno político.
No debemos caer en la tentación de convertir a Camus en una suerte de santo laico. No lo fue; las intimidades de las cartas a María Casares retratan a un hombre contradictorio y con flaquezas muy humanas. Pero estas flaquezas no lo menoscaban, sino que dan más valor a la lucidez intelectual que puso empeño en mantener contra viento y marea. Jamás se plegó a las consignas, jamás renunció a pensar libre de ataduras ideológicas, aun a riesgo de equivocarse, de ser tachado de equidistante y de ser vilipendiado. Por eso su pensamiento sigue vivo.