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‘Hasta el último aliento’: el destino fatal de Puig Antich

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El pasado jueves 18 de enero la editorial Tusquets otorgó al periodista Manuel Calderón (Peñarroya-Pueblonuevo, Córdoba, 1957) el trigésimo sexto Premio Comillas por su ensayo Hasta el último aliento. Su reclamo es mayor al abordar a Salvador Puig Antich y su mundo justo cuando se cumple medio siglo de su ejecución en la cárcel Modelo de Barcelona a las 9.30 de la mañana del sábado 2 de marzo de 1974, simultánea a la del delincuente alemán Heinz Chez en Tarragona.

Un libro merecedor de un galardón como el Comillas debe aportar un punto de vista diferente al hegemónico. En Tres Guineas, Virginia Woolf decía desconfiar de los absolutos porque, entre otras cosas, anulan el contenido. Con el militante del Movimiento Ibérico de Liberación (MIL) se ha tejido, sobre todo en Cataluña, una capa de santificación, cuyo ejemplo más popular fue el filme Salvador (2002), de Manuel Huerga, conmovedor por cómo carameliza el relato, importante en estos años de Memoria Histórica y distorsionador de la misma porque sus intereses no iban tanto hacia ser fidedigno, como emotivo.

En 2014, Gutmaro Gómez Bravo presentó el notable Puig Antich, la Transición inacabada (Taurus), focalizado en las irregularidades de la Causa 106, el proceso contra el anarquista celebrado en un juzgado militar de Barcelona entre octubre de 1973 y marzo de 1974.

Manuel Calderón da un giro a esta reconstrucción, centrándola en desentrañar al MIL el grupo anticapitalista activo en Cataluña y el sur de Francia, no en vano una de sus sedes operativas era Toulouse, entre 1972 y 1973. El autor se pregunta si esta organización tuvo algún tipo de impacto en la izquierda antifranquista de los años setenta, durante la lenta agonía del régimen. Su respuesta es negativa desde el principio, apoyándose tanto en su praxis operativa como en la percepción de los actores principales de ese momento. Sin ir más lejos el primero de marzo de 1974 se celebró la puesta de largo de la revista de humor Por Favor, capitaneada por Manuel Vázquez Montalbán y Juan Marsé.

El inicio del ensayo es previsible y busca derribar el mito heroico del MIL y Puig Antich. Son las seis y cuarto de la tarde del 25 de septiembre de 1973. Xavier Garriga y Puig Antich caen en una trampa fatal. Pocos días antes los policías han detenido a Santiago Soler, junto a Garriga, ideólogo del MIL. Ambos jamás llevaban armas, no como los demás, para quienes los hierros tenían un fuerte componente fetichista, venerándolos muy en consonancia con su auténtica pasión: atracar bancos y vivir fuera del sistema.

Mural en Vallcarca dedicado a Salvador Puig. | Wikimedia commons

Nadie debía morir esa tarde

Esta tarde no debía morir nadie, ni siquiera Puig Antich estaba citado, pero fue él quien desató la caja de los truenos. Llevaba consigo dos pistolas, una Kommer y una Astra. Usó la última en un forcejeo con los agentes en las escaleras del número 70 del carrer de Girona, esquina Consell de Cent, para sortear su detención. Disparó y mató al subinspector de policía Francisco Anguas, andaluz de 24 años.

Hasta el último aliento recibe este título en homenaje a Anguas y a su amor cinéfilo por Jean-Pierre Melville, un magistral director de cine negro francés entonces sólo adorado por unos pocos incondicionales. El joven policía era feliz en esa Ciudad Condal de los setenta, de espléndida cartelera cinematográfica de arte y ensayo impropia de una dictadura y un aire de modernidad en muchos de sus poros, de la mitificada Gauche Divine al embrión underground de Ocaña, Nazario y compañía, andaluces como Anguas.

Si Calderón hubiese sido deshonesto quizá el resultado habría sido una especie de Vidas Paralelas de Plutarco en 2024, un ping pong entre Anguas y Salvador, pero el periodista cordobés dedica la mayor parte de su investigación al MIL, grupúsculo configurado por veinteañeros procedentes de familias afincadas en el Eixample y en los barrios altos de Sarrià. Eran niños bien amparados en el delirio ideológico, tanto como para jamás incluir en sus proclamas la lucha contra la dictadura. Su juicio de la realidad tenía muchas dioptrías, como si vivieran su propio universo revolucionario de fantasía, jalonado, como comentamos con anterioridad, por numerosos atracos a bancos y cajas de ahorros.

Stalin decía que una muerte es una tragedia y un millón sólo una estadística. Manuel Calderón nos recuerda que en ese tiroteo del 25 de septiembre de 1973 también murió un subinspector policial. Anguas era un hombre normal, como normales eran los blancos del MIL en sus incursiones contra oficinas bancarias. Sus cabecillas carismáticos eran los hermanos Solé Sugranyes. Oriol representaba el liderazgo lejano, casi siempre preso o escapándose, causa de su muerte el 6 de abril de 1976, tras fugarse el día antes de la cárcel de Segovia. Jordi jamás tuvo inconveniente en manifestar su amor por ese bandolerismo inspirado, esa era su gran excusa, en los últimos anarquistas del primer franquismo, Facerías y Quico Sabaté, ambos fallecidos, respectivamente, en 1957 y 1960, tras emboscadas de las fuerzas del orden.

A cara descubierta

El MIL sobresalió en la acción, según Hasta el último aliento. Sus militantes irrumpían en los bancos trajeados, al principio con el rostro descubierto, como si todo les diera igual, demostrándolo al reincidir en las mismas oficinas o ir a otras cercanas. Se sentían impunes y su gran contribución revolucionaria fueron sus Ediciones de Mayo del 37, recuerdo a la guerra civil dentro de la Guerra Civil en la Barcelona republicana.

Hasta el último aliento tiene múltiples sugerencias de lectura. Una de ellas es la tragedia griega. El MIL, irrefrenable en su carrusel de expropiaciones contra el capitalismo, cometió un pecado original el 2 de marzo de 1973, justo un año antes de la ejecución a Puig Antich, al atracar la oficina del Banco Hispano-Americano, sita en el 313 del passeig de Fabra i Puig. Esa mañana fueron torpes hasta el paroxismo. María Angustias Mateos, alias Marian en el MIL, supervisó la zona y les desaconsejó intervenir al detectar en los aledaños a dos guardias de seguridad. Aun así fueron a dar el gran golpe, el botín no fue el anhelado y dispararon en la cabeza al jefe de contabilidad Melquíades Flores, dejándolo ciego hasta su fallecimiento en abril de 2023, medio siglo sin ver por culpa de tres atracadores (Marc Rouillan, Josep Lluís Pons Llovet y Jordi Solé Sugranyes), con Salvador Puig Antich de chófer.

¿Revisionismo desde la piedad? Anguas y Flores nunca han figurado en el recuerdo de la época y su ausencia en el relato hagiográfico de Salvador Puig Antich desnivelaba la balanza, la trucaba por escamotear lo acaecido en la realidad. En un ensayo no hay necesidad de poner acentos fuertes si sustentas tus argumentos con la objetividad de los datos. Calderón lo consigue y hasta las anécdotas encajan. Salvador Puig Antich quedó la tarde del 21 de julio de 1973 con Xavier Garriga en las atracciones El Caspolino de la plaça de Gala Placídia. Iba a encontrarse con su destino, unido al del subinspector Anguas, en esa escalera del carrer Girona 170, esquina Consell de Cent.

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Hasta el último aliento
Manuel Calderón
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