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Guerrilla y amor en una novela inédita de Luisa Carnés

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El redescubrimiento de Luisa Carnés (Madrid, 1905-México D. F., 1964) ha sido uno de los mejores hallazgos para la literatura española de la última década. Hasta ahora la conocemos sobre todo por su obra de preguerra, como Natacha (1930) o Tea Rooms. Mujeres obreras (1934), que beben de su experiencia como trabajadora en un taller textil y como camarera en un salón de té, respectivamente. Sin embargo, cultivó la narrativa también en el exilio, y no siempre se inspiró en sus vivencias, como prueba este Juan Caballero (1956; Hoja de Lata, 2024), una novela escrita en 1949 sobre un grupo de guerrilleros en la sierra andaluza.

La historia gira en torno a un triángulo amoroso. Por un lado, Juan Caballero, el líder carismático de los combatientes escondidos en el monte. Su padre fue asesinado por el actual alcalde de la localidad, una obsesión que lo persigue. En su juventud, antes de la guerra, tuvo algo con Nati Blanco, ahora casada con el hijo del alcalde, que además es el jefe de la Falange. Él, Pedro Fuentes, es la tercera punta del triángulo, y una pieza menos arquetípica de lo que podría parecer: a diferencia de su padre, no se envanece tanto por los abusos de poder, e incluso se avergüenza de la crueldad de su progenitor. Más que el poder, lo único que quiere es sentirse correspondido por Nati, de quien sospecha que sigue amando al guerrillero. Comparten cama, pero no sentimientos.

En medio, ella, Nati, la hija del médico. Enseguida sabemos que no se casó con Pedro por amor, sino por supervivencia; esa es una de las lecciones de la guerra: uno no sabe cómo reaccionará ni a qué deberá renunciar para salvar a los suyos. Su nueva posición le da seguridad material, pero la incomoda: no solo le repugna todo lo que encarna su familia política, sino que a diario ve la miseria en el rostro de las otras mujeres, entre las que ya no encaja por sus privilegios. Nati no nació para vivir como una señora a costa de reprimir al otro. Es una mujer valiente, dispuesta al sacrificio. Y su padre, don Rafael, un hombre honrado que, por su ética profesional, se ve envuelto en problemas. Nati aún piensa en Juan, del que no ha vuelto a ver desde que acabó la guerra.

Todos han cambiado, a todos los ha cambiado la contienda. Si bien a priori pueden parecer clichés, los tres protagonistas no lo son en absoluto gracias a la sutileza de la autora y a las contradicciones que anidan. Ya en el primer capítulo –un encuentro en el que los involucrados se juegan el pellejo– se pone de relieve que los personajes se mueven en una escala de grises. Hay vencedores y vencidos, poderosos y resistentes; pero ninguno de los luchadores se libra de la sombra que la guerra ha dejado en ellos. Juan no volverá a ser el chaval que fue porque la rabia por el asesinato de su padre lo consume. A su vez, los falangistas acomplejados por sus carencias tratan de resarcirse imponiendo su autoridad sobre los demás, pero no pueden mandar en el corazón ajeno.

En estas circunstancias, hablar de amor no es hablar de galanteo, citas o declaraciones encendidas. El amor está en un gesto valiente, en una mirada, en un llanto largo tiempo reprimido. Está en la debilidad del hombre que se sabe rechazado; transformado, en su versión más turbia, en venganza. La verdadera intimidad no se da en una cama, sino en el tipo de experiencias límite que solo puede vivirse cuando el peligro acecha. Luisa Carnés lleva a cabo algo muy difícil, que es narrar –con éxito– una historia de amor en un contexto en el que están en juego asuntos mucho más importantes que las relaciones afectivas. Sin cursilería ni afectación, porque la posguerra golpea, el alma se endurece y entre los resistentes manda el fin de «sacar a España de su noche tenebrosa» (p. 183).

Principios y vínculos afectivos

Ese conflicto entre los vínculos personales –del triángulo, pero también de la relación entre padres e hijos; uno no elige de quién se enamora, pero tampoco de quién es hijo– y los ideales subyace en toda la novela. Es una lucha entre lo instintivo y lo racional, entre lo individual y lo colectivo. Luisa Carnés parece decirnos que nunca podremos manejar lo que escapa a nuestro control –el estallido de una guerra, una pérdida–, pero tenemos la libertad de elegir nuestros principios, que nos mueven a no rendirnos, a levantarnos cada mañana para cimentar, batalla a batalla, ese sueño que es más grande que uno mismo. Ser coherente con ellos y actuar en consecuencia es el acto más noble.

Su obra suele inscribirse en el realismo social; aquí hay, además, algo de novela de ideas, sin discursos, inscritas en un fresco vívido y rico, que abarca tanto los puntos en los que se traman las acciones –la guerrilla, por un lado; los plenos del Ayuntamiento, por el otro– como los interiores en las que se quitan el uniforme, como la habitación de una casa. Hay flashbacks necesarios para mostrar cómo se han transformado unos y otros, cómo han evolucionado sus relaciones. La autora es diestra tanto para describir la dura vida en la sierra –con el ambiente de camaradería en torno a un líder que instruye con su ejemplo– como los entresijos de quienes ostentan las fuerzas oficiales –con el alcalde y su poder vertical, junto a una corte que le teme más que le secunda–.

Y lo íntimo, claro. Mantiene la tensión dramática, que va in crescendo y regala una catarsis final en un desenlace apasionante y conmovedor. La narración, ágil y amena, destaca por la viveza de los diálogos, llenos de coloquialismos que marcan el origen de los personajes. Luisa Carnés, de familia obrera ella misma, no tuvo la educación formal reservada a las mujeres burguesas, y su narrativa se nutre de la oralidad, de su gran oído para captar las particularidades del habla. Es, también, una literatura comprometida con los más débiles, y que no olvida el rol de las mujeres, ni siquiera al abordar algo tan masculino en principio como una partida de guerrilleros. Nos recuerda que hacer justicia «no es lo mismo que ejercer venganza» (p. 174), y que existe una diferencia entre los intereses propios y los valores que aspiramos a representar. ¿Algo más? Es muy recomendable para estudiantes de bachillerato, como Tea Rooms. Y podría convertirse en una película memorable, casi tanto como el mismo libro.


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